Tocado por el destino

Difícilmente hubiera algún habitante del barrio que no lo conociera, quizás algunos nunca lo habían visto ni a él ni a su carro pintado de azul y amarillo arrastrado por su viejo caballo, pero todos sabíamos de su vozarrón que cortaba el silencio de las siestas.

Su ¡Botellero, botellas vacías, camas viejas, botellero! entraba por las puertas y ventanas cerradas, por las hendijas, traspasaba las paredes, hasta llegar a los oídos de los vecinos nunca acostumbrados a su voz de trueno.

Indescifrable la edad que tenía el Hugón, parecía un muchacho grande pero cuando se apeaba para mentirnos un poco y así escaparse de su realidad, parecía mas chico que nosotros. Antes de empezar a hablar preguntaba si estábamos todos avivados, para poder dar clases de educación sexual, él ya había debutado y tenía una novia que le tocaba verla todos los sábados, también nos contaba que estaba próximo a terminar la primaria, que le tocaba hacer séptimo nomás, para terminar explicando su problema de soplo en el corazón que le impedía ser el nueve de Central, y que por esa maldita herencia de familia le tocaba hacerse un control todos los meses.

Todos sus parientes sufrían afecciones coronarias y su mayor orgullo era su tío a quien tuvieron que sacar con los pies para delante de la tribuna oficial por culpa de un gol en el último minuto. «En el cajón le pusieron una bandera y al entierro fueron todos, hasta el torito Aguirre fue», terminaba siempre su historia.

Desde ese día a su padre le prohibieron pisar un estadio, y se resignaba a escucharlo por radio aunque las taquicardias que sentía en la cancha cuando una pelota estaba en el aire sin saber el destino que podía tener, se multiplicaban por cien ante su imaginación y las mentiras del relator. Fue peor el remedio que la enfermedad, del primer infarto lo salvaron porque según sus propias palabras en el Centenario le habían hecho «un estudeo un anali y un eletro a tiempo». Decidió cambiar de estrategia escuchando otro partido cualquiera, si era de básquet mejor, pero tallado por la ansiedad ante cada timbre que indicaba las novedades de los otros partidos, y después de haber puteado hasta el cansancio a óptica Lorente, sucumbió ante el segundo paro cardíaco.

Ahora le tocaba a él, cómo hacer para no verlo ni escucharlo a Central los domingos, debía haber una manera, algún lugar en esta puta ciudad adonde meterse, en donde refugiarse de semejante ataque al corazón. Versiones hay varias, hay quienes dicen que se lo sugirió su madre, otros afirman que su padre se lo susurró en sueños y muy pocos son los que creen que él mismo lo descubrió, la cuestión fue que el Hugón encontró ese sitio. El único lugar posible para no ver ni escuchar un partido era la cancha misma.

Parado en el paravalancha, de espalda al campo de juego, tomado de una bandera enrollada como si fueran las riendas de su carro, cantando los noventa minutos a viva voz, soltando adrenalina, no sólo lo ponían a salvo, sino que fortalecía a sus arterias.

Haciendo equilibrio no sólo aprendió todos los cantitos, sino que supo que no estaba solo en esta locura, que el amor es dolor, que se sufre más de lo que se goza, que los que aparentemente no siente porque no cantan, son los que más sienten con el agravante que no lo pueden expresar, vio todos los gestos posibles en miles de rostros, tics que le hacían acordar mucho a los de su padre, llantos que deformaban caras y expresiones de éxtasis ante un gol deseado.

Debido a la potencia de sus cuerdas vocales, a su asistencia perfecta y a su aliento permanente pronto se convirtió en líder de la barra. Cuando viajaba a Buenos Aires lo hacía en el techo del tren, y era el encargado de gritar: «¡Guarda el trole!», cuando pasaban por calle San Juan o Mendoza y los cables que cruzaban las vías eran un peligro mortal para aquel que lo pretendiera pasar parado, había que agacharse a tiempo, igual que cuando llenaban camiones indicaba con un «¡Guarda el ramón!», previniendo de las ramas de plátanos o paraísos asesinas.

Cuando ganaba su equipo muy poco era lo que trabajaba, usaba su megáfono hecho con una paleta de lavarropas para seguir cantando, festejando, prorrogando el domingo. Fue así como don Cirilo, el panadero de calle Crespo, a quien nunca le había interesado el fútbol, se hizo fanático de Central para poder cantar la marcha junto al Hugón, si bien era la canción de un club, para el viejo era como cantar la otra marcha, la que tenía prohibida, la que a pesar de todo ponía en su tocadiscos todos los 17 con el volumen muy bajo durante todo el día. Sin dudas, para el hacedor de pan, el carro lleno de chatarras era un escenario, el cantor, Hugo del Carril, y la marcha, la de los muchachos.

Cuando cantaba «qué lindo que va ser, Central campeón del mundo, Perón que va a volver» se hacía un silencio en la calle, miradas que se cruzaban, risas nerviosas, comentarios como «lo más fácil es lo primero, de lo segundo olvidate» o cosas por el estilo, pero para nadie resultaba indiferente. El Hugón era el único que hablaba de lo que no se podía hablar, total a quien le podía importar la palabra de un botellero.

Los nervios propios de una final fueron los que le hicieron merodear temprano el estadio, si él era de ir siempre cuando empezaba el partido, total tenía el lugar asegurado, pero ese día madrugó y se paró cerca de un puesto de venta de choripán que habían saqueado. Sin tener nada que ver con el hecho, tuvo que subir al carro de la policía y engrosar la lista de detenidos. El tiempo pasaba, el partido ya estaba por empezar y no había miras de recobrar la libertad, había quedado un solo agente en la seccional y se demoraba en tomar declaraciones. El cabo puso la radio fuerte, para que escuchen todos los presos también y a medida que pasaban los minutos, los fantasmas empezaban a rodear su pecho. Comenzó a cantar fuerte para tapar el relato, pero los otros detenidos lo insultaron y le pidieron que se callara. El policía optó por esposarlo y atarle un pañuelo en la boca. Nadie entendió cuando pidió que le taparan los oídos con algodón ni cuando suplicó que apagaran la maldita radio. Cuando lo desataron creyendo que era un ataque epiléptico ya era tarde.

Cuentan los que estuvieron allí que no sufrió, que no había pánico en su mirada, que más bien se entregó tranquilo, como acostumbrado, como resignado al destino que le había tocado.