La prueba piloto del genocidio

La huelga general de marzo de 1975 en Villa Constitución y su zona de influencia, organizada por la Lista Marrón de la UOM duró 59 días, paralizándose de esta manera la producción siderúrgica en el denominado cordón industrial del Paraná, pero el terror se había instalado.

Mientras los penales de país comenzaban a ser receptáculos de militantes, los trabajadores de la aludida ciudad comenzaron a vivir una de las etapas más aterradoras.

Más de 500 operarios y empleados administrativos no regresaron jamás a sus puestos de trabajo en las empresas. Otros fueron asesinados por organizar una colecta dentro de la fábrica Acindar, en los días en que se pagaban las quincenas.

Aníbal Gordon y su “Brigada Panqueque”, con base en la Jefatura de la Unidad Regional de Villa Constitución, dejó una estela de sangre, represión masiva y asesinatos como los de Miguel Lobotti (04/75); Juan Ponce de León (04/75); Adelaido Viribay (04/75); Rodolfo Mancini (05/75); Jorge Chaparro, Concepción de Gandis y Carlos Ruescas, recordados hasta el presente. Los familiares de más de 30 muertos y desaparecidos fueron testigos de ello.

Entre los fallecidos también podemos mencionar a Carlos Tonzo y Antonio Reche, quienes no sólo fueron asesinados, sino que, además, fueron mutilados como mensaje directo al conjunto de los trabajadores.

Fue, sin duda, la prueba piloto del genocidio, generada como antesala del terrorismo estatal, de sus secuestros y desapariciones, así como de homicidios que se quedarían de visita en Argentina a partir de la Operación Bolsa, o sea la que inició la operatoria militar del golpe de 1976 y que tuvo como primeras víctimas a la por entonces presidenta de la Nación María Martínez Cartas de Perón, a su secretario privado González y posteriormente a casi todos los argentinos.

Testimonios desde el averno

En momentos en que comienza a transitar más aceleradamente la causa por el Villazo, intentaremos reflejar episodios y personajes que le pusieron voz, desde dentro de Acindar, a esos duros momentos vividos, los que quizás no figuren en ningún libro de historia ni de política, pero que deberían formar parte innegable de crónicas insoslayables..

Con la simpatía que siempre fue el fuerte de su personalidad, Néstor Queirolo, hiperquinético y con expresión verbal acelerada recordó las delicadas experiencias vividas dentro de la metalúrgica Acindar, ocupada por Alberto Piccinini y Cía.

En el emblemático bar “El Cairo” nos rodearon de inmediato los fantasmas del “sordo” y siempre mal entrazado y transpirado Semino, jefe de la Sección Proveedores de la empresa e informante de Roberto Quintanilla, el clásico jefe de saco y corbata que daba la imagen de “sabérselas todas”, que tenía a su cargo toda el área de contaduría y que rendía pleitesía al contador Villar “el capo general”, que recibía órdenes directas desde Buenos Aires.

También se acordó Queirolo del viejo Eduardo Feugeas, alto, altísimo, canoso, con el cigarrillo permanente entre sus dedos amarronados por la nicotina o colgado milagrosamente de su labio inferior sin que se le cayera, así como con sus cristales de culo de botella en sus anteojos.

Asimismo, se hizo presente en sus recuerdos el “viejo” Peri, que estaba a cargo del archivo. Un gordo simpático, amante del chisme y entrador, al que no se le escapaba ningún secreto de la empresa. Lo que desconocía Peri era porque no había ocurrido.

Queirolo trajo al bar a los “fantasmas” de los empleados jóvenes como Mario Antelo, pariente del destacado político demócrata progresista homónimo; Daniel Zaeta, -un petiso siempre bien peinado para atrás, porque dormía a la noche con una media de mujer en la cabeza para acostumbrar el cabello- sacando pecho, como todos los “bajitos”; el morocho y el gordo Pazos, quien tenía explicación para todo.

A ellos se sumaban el gigante Kristesevich, subjefe de Costos; las hermanas Marta y Norma, la primera una morocha con muy buen lomo y la restante flaca y rápida para discutir con los chatarreros que acercaban sus presupuestos “presuntamente inflados para combatir la inflación”, según admitían ellos mismos.

Queirolo agregó a ellos una sarta de vagos geniales encabezados por “El loco” Prieto y Daniel Ezpeleta, empleados –como en toda empresa de esa envergadura- dispuestos a todo por sacar ventajas, en este caso, de los proveedores de Acindar, proclives a “colaborar” con el engrandecimiento patrimonial de los empleados de la empresa, siempre y cuando le autorizaran la adquisición de sus productos”.

En mi paso por Acindar –estuve en la empresa como empleado de contaduría- me fui asqueado todos los días, tras escuchar los chismes de como el empleado fulano se había hecho colocar los pisos en su casa o mengano había logrado que le construyeran el quincho de fin de semana, o zutano había convencido a un proveedor que le llevara materiales a su departamento para hacer “unos pequeños arreglos”.

Apenas pude me fui despavorido a trabajar a un diario, aunque no sin antes sacarme el gusto de putearlo a uno de los jefes, que nos tenía las bolas hinchadas a todos en la contaduría con sus lamentos y sus bajadas de líneas de los jefes.

Ese jefe, -al que no identifico porque ya falleció-, era conocido en toda la fábrica como “el campeón mundial de los ortivas”. Me dijeron que con el tiempo terminó sus días un poco desquiciado en un psiquiátrico.

*

Pero volvamos al querido gordo Queirolo, quien recordó -mientras se quemaba la lengua con la “lágrima” caliente de El Cairo-, que “volvía de Villa Constitución a Rosario al caer la tarde, en el Tirsa cuando se enteró de la muerte del general Sánchez, por entonces jefe del Segundo Cuerpo de Ejército.

“No pude llegar a Rosario – agregó apesadumbrado-. En la ruta nos paró Gendarmería y nos hicieron volver a la empresa a los empleados y a la ciudad origen del viaje a los restantes pasajeros”.

“Recuerdo que en la contaduría de la empresa dormimos varias noches en el piso y algunos de los empleados se metían en las oficinas con aire acondicionado de los jefes y se tapaban con papeles para que no se los comieran los mosquitos. Algunos, mientras dormían sobre los escritorios, giraban pensando que estaban en sus camas y se estrellaban contra el piso”, relató sonriendo Queirolo, a la vez que agregaba: “A medida que pasaban los días la tensión aumentaba y en las noches estaba el temor latente de que entrara la Federal a ocupar la planta. Felizmente, para ellos mismos, los uniformados no se animaron. Hubieran terminado en los hornos, junto a las palanquillas al rojo vivo.”, rememoró el entrevistado.

Pero usted, no tiene esta crónica en sus manos para leer los recuerdos laborales de un ex empleado de Acindar. Por eso es mejor regresar al conflicto central.

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La empresa estaba tomada y los empleados administrativos eran rehenes de los obreros. Piquetes de operarios, armados con palos, hierros y manoplas, recorrían las 24 horas el perímetro del predio para que el “pirinchaje” no se escapara.

A varios los atraparon, en horas de la madrugada intentando llegar arrastrándose –como en la colimba- a la ruta. Cobraron de lo lindo, duro y parejo.

En la primera noche, uno de los empleados del área de Proveedores de la contaduría, montado en una escoba y rodeado de papel higiénico, recorría el área anunciando que “se había iniciado la gran cagada”.

Con la cúpula administrativa el sindicato no tenía problemas de vigilancia, ya que estaba, encerrada en el área de División Personal, donde junto a los jefes de Relaciones Institucionales Aznares y Pellegrini considerados por todo el personal de la empresa como dos h…de p….

Los sindicalistas habían instalado en el perímetro de dicha División, tanques de combustible de 200 litros. Si entraba la Policía Federal al predio, los tanques, sin miramiento, serían volados.

En “De 12 a 14”, por canal 3 de Rosario, se transmitían día a día los “sucesos de Acindar” y los familiares de los empleados retenidos se engullían atemorizados y amargados los comentarios del fallecido periodista Hernán Sala, quien relataba los acontecimientos que se sucedían.

Paralelamente, esos mismos familiares utilizaban a los proveedores de Acindar como correos y entregadores de cajas con alimentos -como si formaran parte de un plan nacional de ayuda a damnificaos por un desastre natural- , que les pasaban a los encerrados a través de un vallado de alambre, que formaba parte del perímetro de Acindar. Luego, estos últimos, volvían a Rosario a contarles como estaban los seres queridos, privados de su libertad, en la planta de aceros.

Con el paso de los días la tensión externa e interna se hizo casi insostenible. Sobre las 11.30 de cada mañana, llegaban camionetas cargadas con asado, chorizos, morcillas, pollo y otros alimentos y los operarios le daban al “chori”, a la morcilla y a la tapa de asado como si fuera el último día de su paso por La Tierra.

Las empleadas mujeres, desde el primer momento en que se definió la toma de la planta, y los hombres enfermos, en un segundo grupo, fueron autorizados por la cúpula sindical a que regresaran a sus casas y no volvieran.

Intuyo, presumo, que Piccinini y sus compañeros de lucha tuvieron miedo que se les muriera un empleado de un infarto en la planta.

Los empleados con menos prerrogativas, cuando caía la tarde, si querían, se duchaban en donde lo hacían los operarios diariamente, cuando terminaban un turno, aunque siempre vigilados de cerca por sindicalistas y militantes políticos armados con palos para evitar fugas.

En un fin de semana, la cúpula gremial ante la presión de los operarios y empleados optó por permitir una salida por turno de ocho horas. Si los que se iban no regresaban, el resto – en igual número a los fugados- no salía.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com