«Felices Pascuas, la casa está en orden»: A 27 años del alzamiento carapintada

«Felices Pascuas, la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina», proclamaba Raúl Alfonsín desde un balcón de la Casa Rosada. En abril de 1987, un grupo de militares, encabezados por Aldo Rico, se acuartelaba en Campo de Mayo. Reclamaban una amnistía que los liberara de sus responsabilidades durante la dictadura. Una historia de incertidumbre, y un final que satisfacía a ambas partes. (Mirá las imágenes nunca antes vistas de un video realizado por los militares sobre aquellos sucesos que pusieron en vilo a la democracia)

«¡Felices Pascuas! La casa está en orden». Esta frase pasó a ser uno de los íconos de la democracia, desde su retorno en 1983. Con estas palabras, el 19 de abril de 1987 el entonces presidente Raúl Alfonsín saludó desde el balcón de la Casa Rosada a la multitud, que llenaba la plaza de Mayo desde hacía días. Miles de manifestantes estallaron en un estruendo de aplausos, gritos y abrazos.

Alfonsín buscaba tranquilizar a los argentinos que desde hacía cuatro días observaban azorados la rebelión carapintada que condicionaba a la flamante democracia, reinstaurada apenas tres años antes.

La relación con los militares fue siempre un tema espinoso para el gobierno que asumió el 10 de diciembre de 1983. A cinco días de la asunción, Alfonsín emitió un decreto para enjuiciar a las Juntas Militares que gobernaron desde el 24 de marzo de 1976 hasta la guerra de Malvinas, en 1982 y creó la Conadep, el organismo que debía investigar violaciones de la dictadura a los derechos humanos.

La Conadep publicó su informe «Nunca Más» en setiembre de 1984 y el 9 de diciembre de 1985 una Cámara Federal condenó a prisión perpetua a Jorge Videla y Eduardo Massera y penas menores a otros jefes militares que se adueñaron del poder.

Al año siguiente, el propio Alfonsín debió lidiar con legisladores de su propio partido para que el Congreso aprobara la Ley de Punto Final, que obligaba a iniciar juicios en 60 días contra los responsables de crímenes aberrantes.

Pero esto no les pareció suficiente y la rebelión de oficiales del Ejército se inició el 16 de abril, cuando el mayor de Inteligencia, Ernesto Barreiro, se negó a concurrir al juzgado que lo investigaba por cargos de tortura y asesinato y se amotinó en el Comando de Infantería Aerotransportada de Córdoba junto a otros 130 militares, para resistir la orden de detención judicial.

La reacción se extendió a otros cuarteles y el teniente coronel Aldo Rico, a cargo de un regimiento en Misiones, pasó a liderar la amenaza sobre el gobierno nacional desde la Escuela de Infantería de Campo de Mayo.

Los carapintadas exigían la renuncia de las altos mandos del Ejército y la sustitución del juicio a los autores de violaciones a derechos humanos por otra que contemplara situaciones más flexibles para los oficiales que recibieron órdenes.

Orden desoída

El gobierno nacional ordenó a fuerzas militares que obligaran a sus pares a deponer la rebelión, pero nadie se movió de sus cuarteles, con excepción del general Ernesto Alais, que salió con una fuerza de tanques desde el II Cuerpo, con sede en Rosario, pero nunca llegó en cuatro días a Campo de Mayo.

Tras la sorpresa de la rebelión, la Plaza de Mayo comenzó a ser ocupada por manifestantes a favor de la democracia y permaneció repleta hasta el discurso final de Alfonsín que anunció el término del conflicto.

La tensión llegó a niveles desconocidos, cuando el gobierno anunció que no tenía fuerzas para reprimir a los sublevados por lo que se veía obligado a asumir gestos extraordinarios.

El jefe radical en el Gobierno salió al balcón de la Casa Rosada en la mañana del 20 de abril para anunciar, junto a los presidentes de los partidos opositores, que concurría en helicóptero a Campo de Mayo para hablar con los sublevados.

Numerosos manifestantes se agolparon a las puertas de Campo de Mayo y de otros cuarteles rebeldes y fueron advertidos que abrirían fuego y se produciría una matanza, si intentaban entrar.

La negociación

Alfonsín voló en un helicóptero sin custodia a Campo de Mayo y habló con Rico y los oficiales carapintadas. Regresó unas horas después a la Casa de Gobierno rodeada de una multitud ansiosa por conocer el futuro de la democracia.

El Presidente volvió al balcón y con los brazos en alto pronunció el «Felices Pascuas», que marcaba la distensión y auguraba el fin del conflicto.

La multitud celebró como pocas veces una noticia surgida desde la Casa de Gobierno ante una plaza llena, y seguramente la emparentó con la noche del 17 de octubre de 1945 cuando una multitud ovacionó la reaparición de Juan Domingo Perón tras su detención en la isla Martín García.

Tras el saludo inicial, muchos en Plaza de Mayo comenzaron a preocuparse por los elogios de Alfonsín a algunos de los rebeldes, a los que calificó de «héroes de Malvinas».

La confirmación de una concesión para superar el problema llegó un mes después, el 4 de junio, cuando con el oficialismo del Congreso se aprobó la ley de Obediencia Debida, que absolvía de culpa a los militares de rango medio y bajo, acusados por violaciones a derechos a la vida, amparándose en haber recibido órdenes de ejecución.

Aquel «Felices Pascuas» vibrante de las Pascuas de 1987, quedó grabada en la política argentina como una frase que significó un gran alivio a las tensiones de quienes la escucharon, pero escondía circunstancias que resultaban difíciles de explicar. (EL NORTE)

 

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