La naturaleza mortal de los mafiosos

El rompecabezas de la muerte en Rosario (XXIII)

Como resultante del estado revolucionario del 6 de septiembre de 1930, llovió una de las tantas intervenciones a la provincia de Santa Fe y, como era previsible, se la entregaron a la Marina y su interventor resultó ser el doctor Diego Saavedra.

El marino, a su vez, designó como jefe policial al contraalmirante Mariano Beascochea, -reemplazante de Lebrero- el que se las tuvo que ver con uno de los años más violentos en Rosario, gracias al “aporte” de sangre y muerte de la mafia.

Otro de los designados fue el capitán ® Gustavo Rodríguez Llanes, jefe de la Guardia de Seguridad de Caballería, al que se le nombró el 25 de agosto de 1931, como sustituto, al mayor de Caballería del Ejército Ernesto Villarroel Puch, del que oportunamente haremos las puntualizaciones que correspondan.

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Antes, hay mucho que contar respecto a 1930, año en el que tuvo lugar el crimen mafioso del procurador Domingo Romano, en el que tuvieron participación notorios delincuentes como Luis Dainotto, Avena y el ya famoso por ese entonces “Senza Pavura”, uno de los habituales participantes de los grandes golpes de la mafia.

De mediana estatura, siempre vestido con saco y corbata y camisa abotonada en el cuello, espeso bigote en punta y de orejas grandes, “Senza Pavura” decidió que el secuestro de Romano debía concretarse el 28 de junio de 1930 en la intersección de Corrientes y Montevideo, constituyendo el criminal episodio una sórdida historia en la que se entretejían la codicia y lazos de familia que incluía a Luis Vivet, el hijo del multimillonario José Luis Vivet, el que ya había fallecido en Francia para el momento de los hechos.

Precisamente la herencia de Luis Vivet fue el motivo de disputa entre sus hijos Luis, Pedro Marcelo –al que se declaró heredero, pero que falleció en estado de locura senil-, María Luisa y Alicia.

Romano, que manejaba los derechos del fallecido fue citado por los Vivet para que viajara a Francia, a los efectos de que arreglara el entredicho surgido por la sucesión, tarea que logra resolver, ya que regresó a Rosario con la anulación del testamento a nombre del muerto, constituyendo esa circunstancia no menor el principio de la solución.
“Los Vivet, desautorizan a Romano, ya que se empeñan en una lucha familiar”[1] y comienzan una lucha intestina generalizada, ya que el procurador inicia un pleito contra los hermanos del muerto, debido a que considera que la herencia está vacante.

A dos meses de haberle iniciado el juicio a los Vivet, Romano recibe el primer anónimo y posteriormente comienza a escuchar amenazas telefónicas. El operativo mafioso se había iniciado.

La operación delictiva estaba conducida por Luis Vivet y por su apoderado Salvador Lara, esposo de Georgina Solari Vivet, nieta del millonario, imputado en la investigación posterior como el autor material de la muerte de Romano, aunque los investigadores sólo reunieron pruebas vagas, que parecía condenar al olvido la posibilidad del esclarecimiento definitivo del caso.

Pero, -siempre parece que hubiera un obstáculo-, un inesperado episodio modificó las circunstancias cuando, en 1931, Luis Vivet fue apuñalado cuando transitaba por calle Córdoba, en camino a su casa ubicada en la intersección de Laprida y Santa Fe.

Siete años más tarde, con la captura de Santos Gerardi, la policía pudo armar el “puzzle”, del mismo modo que lo hiciera con el secuestro de Anduezza, cuando el 12 de enero de 1932 fue hallado en un camino rural entre Venado Tuerto y Estación Gould, el cadáver, hecho un colador a balazos, del árabe José Amato, quien se había atrevido a exigir la parte del botín que le correspondía. Allí los detectives comenzaron a tirar de la punta del ovillo.

Gerardi cantó como un tenor todo lo que sabía e involucró a “Chicho Chico” en lo que concernía a la muerte de Anduezza y dijo, además, todo lo que conocía del caso Romano.

Así, dijo que la policía tomó conocimiento que el crimen de Romano fue instigado por Vivet, quien encargó a su amigo Ernesto David la contratación de los sicarios: el capo Luis Dainotto, Capuano, Gerardi y Nuncio Cannarozo – que decide finalmente no participar del asesinato- y Juan Avena –Senza Pavura-, cerebro de la operación criminal y encargado de repartir los cerca de 18.000 pesos que pagó David por el homicidio y, por supuesto, quedarse con una parte sustanciosa de ese monto, dinero que utilizó en un próspero negocio mayorista del Mercado Central.

El periodista Osvaldo Aguirre, en un trabajo de investigación realizado para la Capital, recogió el testimonio de Gabriel Toma, el que comprobó que en agosto de 1930, -a un mes del ataque mortal a Romano- comprobó que su peón se había convertido en el dueño de dos puestos de verdulería, los que vendió en diciembre de ese mismo año y se transformó en un mayorista del sector de pescadería, a la vez que comenzó a vestirse “cambiándose de traje dos veces al día y con muchas alhajas”.

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Entre el 27 de abril y el 5 de mayo de 1931 el diario La Tribuna de Rosario encara una demoledora campaña contra el juego clandestino, obligando a la policía a hacer todo lo posible por llevar a los responsables a la justicia.

Pedro Mendoza es detenido y llevado ante el coronel Lebrero y, curiosamente, el 15 de junio se dicta la clausura de La Tribuna “por preparar el espíritu del pueblo contra el Ejército”.

Paralelamente, las esposas, hijos y hermanos de Cayetano Pendino, Luis Dainotto y Esteban Curaba, el 7 de mayo de 1931, se presentan en el despacho del juez Desiderio Ivansich para que se investigue la desaparición de los mismos a partir del referido 27 de abril de ese año.

Días más tarde, el 13 de mayo, Benardo Stábile, un simple habitante de la localidad de Serodino, recorriendo en un solitario paseo la orilla del Carcarañá, advierte un sospecho movimiento de tierra y por su experiencia estableció que en el lugar se había enterrado algo horas o a lo máximo días antes. Las autoridades cavaron el lugar y se encontraron con los cuerpos exánimes de Luis Dainotto y Esteban Curaba. [2]

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Días más tarde, más precisamente en el plomizo atardecer del 20 de agosto de 1931, cuando se dirigía por una calle desierta, arropado por el frío, a su casa en la calle Belgrano, frente a la plaza San Martín, tuvo lugar en Venado Tuerto el rapto de Florencio Andueza, un conocido comerciante de la zona, de 31 años, perteneciente a la firma Andueza, Gamboa y Cía.

Había sido sorprendido y tomado por la fuerza por cuatro sujetos, uno armado, en las cercanías de la Iglesia Evangelista, aunque él ya pensaba en la posibilidad de ser víctima de mafiosos, debido a que venía recibiendo, sistemáticamente, cartas con amenazas en la que, además, se le exigía dinero para no hacerlas realidad.

Casi sin darse cuenta se encontró envuelto en una frazada, levantado en vilo mientras pataleaba y arrojado al interior de un vehículo que percibió que había acelerado a fondo.
A pesar de la velocidad del operativo tipo “grupo de tareas”, dos menores que jugaban agachados, escribiendo con tizas sobre una de las paredes de la calle -no advertidos por los delincuentes-, se dieron cuenta de la maniobra y levantaron de la vereda el sombrero de Andueza que minutos después se hallaba sobre el escritorio del jefe de la seccional de la zona.

Andueza dominado por las sombras y el sonido del motor del auto usado en el secuestro, dio con sus huesos en el barrio “Cinco Esquinas” de Rosario, donde dentro de una mugrosa vivienda fue obligado a escribir una carta en la que le decía a sus familiares que se hallaba en poder de individuos que exigían para reintegrarlo a la sociedad, la suma de 100.000 pesos.

El rescate es pagado en tiempo y forma y gracias a que los secuestradores tenían palabra, lo devuelven sano y salvo. Hoy se le llamaría “ataque de pánico” a la sintomatología que soportó Andueza tras el secuestro y es por ello que decidió irse del país a Chile, donde permaneció varios años.

El turco Amado, otro que perdió

El calor era sofocante en la zona rural existente entre Venado Tuerto y Murphy cuando sobre un montículo de tierra hecha terrones, reseca por el sol en ese enero de 1932, apareció el sombrero del “Turco” Amado y a pocos metros, su cuerpo sin vida, en el interior de un auto.

Ante la alternativa de que la policía hubiera hecho marcar los billetes a la familia del secuestrado Andueza, la banda se repartió allí mismo 20.000 pesos.

Amado había tratado de quedarse con 80.000 pesos restantes y había intentado trasladar los billetes a Murphy, pero no llegó a destino. La muerte le ganó de mano.

Las indagaciones de ese crimen, llevaron a determinar que no habían sido ajenos al secuestro de Florencio Andueza Romeo Capuano y Santos Gerardo, quienes también habían participado en los secuestros extorsivos del procurador Romano y del millonario Vivet (h).

El “Turco” había formado también parte de esa banda homicida, junto a Segundo Busillato, los hermanos Víctor y Antonio Michelli. Todos bajo la dirección de “Don Pepe”, más conocido como “Chicho Chico”.

Precisamente “Don Pepe” ejecutó con un revólver al “Turco”, quien terminó sus días con dos balazos en la nuca, apoyado sobre el volante y la bocina, de donde fue retirado con destino a la camilla de lata de la mortera, ante la aterrada visita de un grupo de chicos que habían advertido la presencia del cuerpo sin vida en el interior del coche.
Ocho años después de haber ocurrido el crimen, en 1938, fue detenido Santos Gerardo y para lograr posicionarse mejor en la causa por la que había sido puesto tras las rejas, decidió tomar la guitarra y “cantar” como un jilguero todo lo que sabía de la causa Andueza.

Así se llegó al desmembramiento de una gavilla de cuatreros y contrabandistas que marcaba ganado robado en un campo de Vivet (h), quien tenía un amigo, Ernesto David, que se dedicaba a la reventa del ganado robado.

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Tras el secuestro de Andueza “Chicho Chico” –Francisco Morrone-, hijo de un argelino y una egipcia, empieza a perfilarse como uno de los capos de mayor predicamento.

No está demás apuntar que Morrone, -del que nos hemos ocupado en otras columnas-, era un sujeto de delicados modales, que según las malas lenguas de Rosario, estaba comprometido con la trata de personas.

Cultivado intelectualmente a medias, aunque con dominio de varios idiomas –algo poco frecuente en la sociedad de Rosario-, había logrado relacionarse con lo más granado de la sociedad de su tiempo, aunque para la policía no era otro que “Don Pepe”, “Don Filippo” o “Chicho Chico”, quien se hacía pasar por un empresario cateador de minas y de petróleo, que se cambiaba hasta tres veces sus trajes en el mismo día.

Agrandado por una sociedad cholula que le rendía pleitesía, alquiló en Arijón 1010 una vivienda en el barrio Saladillo, en la que tuvo hasta el atrevimiento de hacer colocar una chapa profesional. Las tardes, de altas temperatura, las diluía en el alcohol de los aperitivos que le servían en confiterías de moda, en las que se sentaba bajo los ventiladores de techo, mientras se aflojaba la corbata. En las noches comía en los menores restaurantes y abonaba con billetes de 10 pesos. Los mozos se peleaban por las propinas de “Chicho Chico”, un dandy de la década del 30.

A pesar de mostrar una fantasiosa situación económica, “Morrone no pudo evitar que la misma, con el simple, pero inexorable paso del tiempo, comenzara a derrumbarse: La empresa Ronchetti y Cía, ubicada en Corrientes 356 de Rosario, que representaba la marca de automóviles Buick, le inició una causa legal por cobro de pesos y le trabó un embargo a los fondos que “Chicho Chico” tenía en el Banco Español.

La empresa llegó tarde: los fondos habían sido transferidos al Banco Provincial de Santa Fe debido a otra causa por cobro de pesos que le iniciara Gerlando Vinciguerra.

La situación económica límite hizo que Morrone escapara hacia delante y, en Venado Tuerto, decide el secuestro de los menores Nannini y Gironacci.

Todo salió mal: los menores lograron escapar de sus captores y los secuestradores terminaron en el oscuro despacho de un juez.

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La secreta decisión habías sido tomada: José M. Brignardello, el sub-comisario Américo Facciutto y el jefe de Investigaciones del Departamento General López, Mario Escobar Larguía, habían tomado la decisión: declarar una mini-guerra a la mafia. Para empezar, comenzaron a organizar una redada de proporciones en Venado Tuerto y la decisión tuvo derivaciones imprevisibles.

Los operativos, organizados herméticamente para que no tomara conocimiento algún policía comprado por la mafia, permitieron la caída precipitada de Pierina Busilatto –amante de Antonio Michelli-, Celestina Busillato y María Paggi, que “mandaron al frente” a los cómplices del ya tratado caso Andueza.

Las consecuencias tuvieron nombre y apellido: la captura de Vicente Betes, cuatrero y estafador; Víctor Michelli, Celestino Fernández y Miguel Cruzzetti.

Segundo Busilatto y Antonio Michelli lograron esquivar los operativos, disfrazándose de mujeres. [3]

[1] Vida Cotidiana 1930-1960. Pág. 88. Rafael Ielpi.
[2] Se hace referencia al hecho en la Revista Boom. Historia de la mafia. Año 1, nº 2, septiembre de 1968.
[3] Historia de la mafia. Op.cit.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com