El Kees, oscuro y tenebroso

El rompecabezas de la muerte en Rosario (XXXI)

“Parece que en Argentina hubiera un instinto fatal de destrucción, de devorar las propias entrañas, una veneración de la muerte. La muerte no significa el pasado. Es el pasado congelado, no significa una resurrección de la memoria, representa sólo la veneración del cuerpo del muerto. La veneración de ese residuo es una especie de ancla. Y por eso los argentinos somos incapaces de construirnos un futuro, puesto que estamos anclados en un cuerpo. La memoria es leve, no pesa, pero el cuerpo sí. La Argentina es un cuerpo de mujer que está embalsamado”.

Tomás Eloy Martínez

En este humilde y minucioso trabajo de indagación periodística que venimos desarrollando con el propósito de unir pieza por pieza un oscuro y tenebrosso rompecabezas sobre la muerte en Rosario y acerca de sus crueles protagonistas -antes de ingresar de lleno a la breve gestión del capitán de navío Pedro Favarón en Rosario-, se impone apuntar, para poner los hechos históricos en su preciso lugar, en el ámbito nacional, que el 16 de junio de 1955, al teniente coronel Jorge Osinde (foto de tapa), estando a cargo de la departamental de Interior del Servicio de Informaciones del Ejército, le tocó seguir de cerca la interna militar, mientras trataba de discernir entre los informes contradictorios que le llegaban, para determinar desde dónde venía el peligro para el general Juan Domingo Perón.

Contaba para ello con un nuevo sistema de información, el Kees, puesto en funcionamiento luego de los episodios del referido día, ya que Perón desconfiaba de los servicios de inteligencia militares.

El Kees llegó a tener acción propia y actuaba como centro de escucha y control, presuntamente, de las transmisiones que se efectuaban a través de la Red Radioeléctrica de la Policía Federal –R.R.P.F.-, la Dirección Nacional de Seguridad, el Comando de Represión y la Policía.

Osinde, paralelamente, dirigía el monitoreo de las redes del Ministerio de Marina, Prefectura y las policías provinciales, a la vez que escuchaba radios comerciales de Uruguay.

Recibía, por otra parte, datos de sus camaradas de la Policía Federal, por medio del Comando Político-Sindical de la Dirección de Investigaciones, que conducía el mayor Leónidas García, quien le proveyó información sobre que algunos de los implicados en atentados con bombas -1953- estaban conspirando nuevamente.

En razón de ello se pidió la detención de Diego Muñiz Barreto, quien con el correr de los años sería asesor del Ministerio del Interior durante el gobierno de Onganía y posteriormente activista montonero [1].

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En la dirección del Hospital Naval, el 15 de junio del 55, a las 21.30, todo era agitación. El ministro de Marina, contralmirante Aníbal Olivieri, acababa de ingresar presuntamente enfermo. Desde allí, y a través de su asistente, condujo la comunicación de su fuerza militar hasta las 16.30 del 16 de junio, en que se dirigió al Ministerio de Guerra para comandar su parte en la operación que implicaría un baño de sangre de la Patria, ya que a esa hora se contabilizaban centenares de muertos en Plaza de Mayo.

Su asistente no era otro que el teniente de navío Emilio Eduardo Massera, de tan sólo 29 años. Su posterior declaración ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, puede leerse a fojas 142 del expediente denominado Causa 1438/55, que fuera caratulado “Aníbal O. Olivieri y otros / Rebelión militar”.

Allí Olivieri admitió su conocimiento de la rebelión preparada y que a través de Massera estuvo al tanto de los acontecimientos hasta que le informaron que el Ministerio sería atacado por civiles.

Según declaró a fojas 374, ya en el Ministerio: “Me asomé a una ventana y vi a una multitud de individuos agazapados (…) con un evidente aspecto de guerrilleros (…).Por supuesto que no ordené parar el fuego. Mi sentimiento fue darles con todo. Yo no iba a dejar tomar el Ministerio por esa gente”.

El expediente en cuestión –que tiene 33 cuerpos- se conserva en el Consejo Supremo antes aludido. Es en el mismo que el contralmirante Samuel Toranzo Calderón, a fojas 339, confirmó que “haría más o menos cuatro meses que algunas personas me hablaron de un movimiento que se estaba organizando (…) había civiles…y muchos (…) sé que eran grupos de choque dispuestos a actuar”.
Fueron esos grupos los destinados a ocupar los medios de comunicación para asumir el papel de informadores.

El propio Toranzo Calderón explicó que el plan consistía en formar una Junta Militar. Luego armar un gobierno firme para encauzar el país y después ir a un gobierno democrático. [2]
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Ese día, jueves 16 de junio de 1955, el Servicio Meteorológico Nacional anunciaba nubosidad y probables lluvias ligeras. Estaba prevista la realización de un desfile aéreo, en desagravio a la bandera que había sido quemada frente al Congreso cinco días antes, en una procesión de Hábeas Christi, prohibida por el gobierno nacional y que reunió, pese a ello, a 250 mil personas.

Los aviones, biplaza y monomotores; 22 North American A T-6 y 6 Beehcraft AT-11 -con seis bombas de 100 kilogramos cada una- partieron de la base de Punta Indio a las 10, con la leyenda “Cristo Vence”, pintada en el fuselaje y comandados por el capitán de corbeta Santiago Sabarots. Participaron también del ataque 3 aviones Catalina y 4 Gloster Meteor. La maniobra había sido planificada por el almirante de Marina Samuel Toranzo Calderón.

A las 11.30, con el mayor de los sigilos como estaba previsto, los aviones llegaron a Ezeiza, donde cargaron combustible y levantaron vuelo para bombardear la Casa de Gobierno y asesinar a Juan Domingo Perón, quien fue alertado y trasladado de inmediato al Ministerio de Guerra.

Los objetivos del ataque eran la Plaza de Mayo, la Casa Rosada – que recibió 33 bombazos a partir de las 15 en el segundo ataque, el Congreso, el Ministerio de Obras Públicas y la residencia presidencial. A las 12.10, con la celeridad que el caso requería, fueron instaladas con desesperación baterías antiaéreas y ametralladoras Colt 12.7 m.m. en las terrazas de la Casa de gobierno y el Regimiento de Granaderos inició su traslado desde Palermo para fortificar las defensas.

Cincuenta minutos más tarde, paralelamente, efectivos de dicho regimiento llegaron a la Plaza de Mayo, donde un grupo de infantes de Marina, apostados en una estación de servicio del Automóvil club Argentino –ACA- los recibió con disparos.

Simultáneamente, dos compañías con 150 infantes iniciaron el asalto a la Casa Rosada desde la Plaza Colón y desde la misma estación de servicio. El enfrentamiento no admitía posiciones intermedias: era a matar o morir en el medio de una lluvia de explosiones y disparos. La sangrienta resistencia de los Granaderos, obligó a una de las compañías de los infantes de Marina a replegarse hacia el Ministerio de Marina.

A todo esto, el primer avión, a las 12.40, arrojó, en descenso, una bomba de 100 kilogramos en la Casa de Gobierno. Era una nave de la escuadrilla compuesta de aviones con dos bombas cada uno, a cargo del capitán Noriega. El lanzamiento de la bomba, mal dirigido, impactó en los jardines gubernamentales. El ataque continuó posteriormente con otros aviones, desde donde sus pilotos lanzaron bombas de 50 kilos de trotyl y ametrallaron edificios, haciendo añicos ventanales mientras sus moradores se encerraban en los baños cubriendo a sus hijos con sus cuerpos o bajo las camas, en la creencia de que estas últimas los protegerían de la metralla asesina.

En vuelo continuado, 28 bombarderos arrojaron luego casi 100 bombas en un lapso de tres horas de ataque sobre el Ministerio de Guerra, la Confederación General del Trabajo, el Departamento de Policía y el ex Palacio Unzué, -ubicado en Libertador y Agüero-, hoy Biblioteca Nacional.

Se utilizaron en el ataque 9 toneladas de explosivos cargados en la VII Brigada Aérea, que con el bombardeo destruyeron colectivos, camiones y automóviles, los que quedaron, en algunos casos, convertidos en masas informes retorcidas con cadáveres calcinados en su seno.

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Actuaron como pilotos en los aviones de ataque y entrenamiento: Miguel Zabala Ortiz, el por entonces capitán Osvaldo Cacciatore, -luego intendente de Buenos Aires- quien arrojó una bomba sobre la multitud generando una masacre que dejó una estela de cadáveres en el pavimento. La crueldad innecesaria dejaría una marca indeleble en la Fuerza Aérea por esa acción demencial.

Otro de los pilotos participantes en el bombardeo fue el teniente de corbeta Máximo Rivero Kelly, de 23 años, quien junto a los otros pilotos recibió la orden de atacar después de cenar, el día anterior al ataque.

Kelly entendió la masacre “como un hecho necesario e indispensable”. El militar llegó a ser el número dos de la Armada en el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín y se retiró al asumir Carlos Saúl Menem.

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El plan estaba previsto con seis meses de antelación y fue comunicado a Kelly por su comandante en la Casa de Oficiales. Kelly, un militar meticuloso, utilizó en el bombardeo a la Casa de Gobierno, un paracaídas que había comprado en Inglaterra, el que había guardado, según dijo a sus colegas de armas, “para una ocasión especial”.

El lector, seguramente, sabe que la Convención de Ginebra condena expresamente los bombardeos aéreos sobre una ciudad abierta, para el caso de guerras entre naciones.[3]

Fueron señalados como instigador y principal financista de la operación, respectivamente, el presidente de la Unión Industrial Argentina, de apellido Lamuraglia y Bemberg, quienes se resistían a pagar aguinaldos y vacaciones a los obreros.
También habrían conspirado, -acuerdan historiadores-, Alberto Venegas Linch, Carlos Olmedo Zubarán, Eduardo García, el citado Samuel Toranzo Calderón, Francisco Manrique, el vicealmirante Gargiulo, el general León Bengoa, Manuel Ordóñez, Oscar Vicchi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo, Luis María del Pablo Pardo, Walter Viajer, Gregorio Ramírez y los nacionalistas Parodi, Vlaires, Francisco Pérez Leiróz, así como los socialistas Alfredo Palacio[4] y Manuel Searras.

Del otro lado del enfrentamiento se hallaban los militares leales, esto es el general Franklin Lucero (Ejército); el brigadier mayor Juan San Martín (Aeronáutica); el general Sosa Molina (Ministerio de Defensa); el almirante Ramón Brune y el general Juan José Valle –, quienes negociaron la rendición de los marinos atrincherados en el Ministerio de Marina.

Unos 90 aviadores terminaron asilados en el Uruguay- entre ellos el teniente primero de navío Carlos Alberto Massera, hermano de Eduardo Emilio, quien sería uno de los protagonistas fundamentales en el baño de sangre que sufrió nuestro país a partir del 24 de marzo de 1976, tema que también oportunamente abordaremos por su implicancias en la ciudad de Rosario, eje de nuestra investigación.

Carlos Alberto Massera actuaba como secretario del jefe de la Marina –Olivieri- y negó ante el tribunal que lo acusó de tener conocimiento sobre el bombardeo, a pesar de haber sido, presuntamente, el “enlace” de la Escuela de Mecánica de la Armada -ESMA- con el Batallón 4 de Infantería de Marina, cuya misión era asaltar la Casa de Gobierno.

No pudo Carlos Alberto Massera, ante una investigación de los hechos, explicar sus movimientos horarios, alegando no usar reloj y se negó a firmar su declaración, haciendo lo propio su colega Mayorga. Massera fue remitido preso a la Penitenciaria Nacional, junto a Mayorga y el teniente primero Montes.[5]

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En la provincia de Santa Fe, el organizador de lo concerniente a las operaciones civiles fueron –según sus enemigos políticos- Aldo Tessio y Tello Rozas. Tessio habría instruido a “Bachicha”, un delincuente de los suburbios rosarinos para concretar el asesinato de 35 dirigentes.

Era obvio que el bombardeo aludido tenía como objetivo, no sólo la muerte del general Perón, considerado a esa altura de los acontecimientos como el Anticristo. También se pretendía anestesiar al pueblo con una buena dosis de terror y desarticular al Ejército para reestructurarlo como una milicia partidaria.

Una foto histórica, que ha recorrido el mundo muestra, en blanco y negro, la resultante de muerte indiscriminada e instantánea de 65 personas, al impactar una bomba en un trolebús. En su interior, se hallaba la novia de un compañero de Máximo Rivero Kelly, quien terminó exiliado 100 días en Uruguay tras el ataque. Rivero Kelly, vale recordarlo, piloteó uno de los aviones caza que escoltaron a Perón cuando se fue a la República del Paraguay en un hidroavión Catalina paraguayo. Llegando a Asunción, un avión salió a recibir a Perón –un DC 3- pilotado por el mismísimo Stroessner.

A Kelly, el gobierno uruguayo le dio una cédula de identidad, un traje, una camisa y un piloto y lo largó a la ciudad, donde vivió en el hotel Ramírez de Montevideo, con fondos que le hacían llegar sus padres.[6]

Luis Elías Sánchez, fotógrafo de Noticias Gráficas, fue el primer representante de un medio de comunicación en llegar al lugar donde se hallaba aún humeante el colectivo y relató años más tarde que se encontró con dos cuerpos con sus cabezas colgando. Esquivando como podía cuerpos inermes y grandes manchas sanguinolientas, lleno de estupor, casi fuera de sí, subió al colectivo y sus zapatos se empaparon con sangre inocente, mientras se espantaba viendo los cadáveres, literalmente reventados por la onda expansiva del explosivo. Sus fotos, por años, se ocultaron a la ciudadanía.[7]

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Estaba previsto que tras el bombardeo, la Infantería de Marina avanzaría para tomar la Casa Rosada con el apoyo de civiles apostados en la plaza. El ministro del Ejército, que había sido advertido de que iba a estallar una rebelión contra el gobierno, en una actitud demencial, igualmente hizo despegar a los aviones.

Los civiles recibieron armas de la Alianza Libertadora Nacionalista y otros se armaron con palos. Algunos de ellos formaban parte de las bandas del hampa –mano desocupada de los mafiosos- y fueron repelidos con balas de plomo por marinos que querían evitar que el Ministerio de Marina fuera incendiado.

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En las cercanías de la residencia presidencial estallaron las primeras bombas arrojadas desde los Gloster Meteor que venías desde el norte, rozando casi los techos y en vuelo paralelo a la calle Figueroa Alcorta, luego viraban hacia el oeste, cruzaban Alcorta y Libertador y posteriormente arrojaban los explosivos.

Aquél helado y lluvioso 16 de junio los soldados tenía 20 años y estaban dirigidos por un sargento de sólo 26, quien los había hecho llegar a la Aduana. Eran las 13.10 cuando los colimbas vieron caer las primeras bombas y ya sobre las 16, en el Ministerio de Marina decidieron mostrar una bandera blanca, aunque por pocos minutos, porque al advertir que los atacantes eran obreros con palos empezaron nuevamente a abrir fuego para evitar ser linchados. Finalmente, ante la evidencia de que no podrían seguir resistiendo, terminaron por rendirse incondicionalmente.

La tarde, entristecida, comenzaba a esconderse tras las sombras cuando se escuchó el disparo y a los pocos minutos se conoció la razón del estampido que había quebrado el silencio de los rendidos: el contralmirante Benjamín Gargiulo se había suicidado y su cuerpo fue hallado con un hilo de sangre en la sien, tirado en su despacho, junto al revólver apoyado sobre su mano derecha y un Rosario con la foto de sus hijos en la ya relajada mano izquierda.

Otros disparos, alternados con silencios, llegaban desde el sector donde se hallaba el Ministerio de Asuntos Técnicos, que funcionaba en 25 de Mayo y Rivadavia.

La población, con horror en sus rostros, protegiéndose como podía y sin muchas posibilidades de sobrevivir si el impacto del explosivo se producía en un lugar cercano al sitio donde circunstancialmente estaba, había visto caer, -como en cámara lenta- las bombas y las contaban, descartando las que no explotaban. El impacto desprendía un humo negro que denunciaba el lugar de las víctimas.

Un avión a hélice, que componía también el grupo de los agresores, fue derribado por una nave “leal”, sobre el río, a la altura de las playas de Retiro. El piloto logró eyectarse y salvar su vida.

A todo esto, el tiroteo, tras la Casa Rosada era de una intensidad terrorífica. Las balas de todo calibre silbaban sin cesar y, sin embargo, la gente con total inconsciencia miraba estupefacta el ataque devastador de la aviación. Seguía, parada en grandes grupos en Diagonal y Florida, mirando los sucesos que se desarrollaban en las cercanías de Plaza de Mayo.

Mientras, una nube de humo renegrido ocultaba a los porteños el paso de los aviones Douglas DC3, que convergían imparables sobre la Casa Rosada, acompañados por sólo dos aviones caza Fiat que ametrallaban sin cesar la Casa de Gobierno.
La gente corría desesperada por Cabildo mientras era ametrallada y los impactos producían incendios de autos estacionados y en movimiento. Un camión con tropas, llegado del Ministerio de Marina estacionó en la entrada de la Casa Rosada, pero de inmediato, desde su interior, se iniciaron los disparos. Casi instantáneamente comenzaron a escucharse bombazos.

Ese batallón de colimbas, tras el ataque, para difuminar irresponsabilidades, fue desmembrado por sus superiores, terminando algunos de los marinos como cuidadores de presos en la isla Martín García.

Y ya que nos referimos a los colimbas, vamos a apuntar algunos elementos históricos sobre los que defendieron al general Perón.

Habían instalado una ametralladora antiaérea que utilizaban para dispararle a todos los aviones y fueron los primeros en llegar a la Plaza de Mayo para defender al gobierno.

Claudio Savoia, uno de los testigos que estuvo en la plaza Colón, a los pocos minutos de iniciado el ataque relató al diario “Clarín”: “Lo primero que advertí fue a un tipo al que le habían volado los huevos y con la sangre que fluía a borbotones de entre las piernas. Pedía a los gritos que los mataran. Una cupé Ford, en llamas, le hacía de marco escalofriante y dos troles se incendiaban, mientas el tiroteo era infernal”.

Lo apuntado es sólo una porción mínima de un episodio que merece ser ampliado por sus mortales consecuencias y que ampliaremos mientras vamos avanzando en el tiempo vivido en nuestra patria como un innecesario e inconmensurable baño de sangre.

[1] La Policía. Martín Edwin Andersen. Pág. 163
[2] Diario Clarín. Alicia Pierini. Nueva Memoria de aquel junio de 1955.
[3] Mártines y Verdugos. Salvador Ferla. Editorial Revelación 3º Edición. Buenos Aires .Octubre de 1972.Pág. 24 y 25
[4] Algunas fuentes, señalaron a quien esto escribe que Palacio “confeccionó listas de militantes sociales para que los encarcelaran, torturaran y asesinaran”, a la vez que agregaron conceptos sobre su labor como embajador “casi plenipotenciario que negociaba los contratos casi impagables que nos imponían desde Europa”. Otra fuente –que se negó a ser identificada- le imputó haber pergreñado el plan para hacer desaparecer el cadáver de Eva Perón.
[5] Diario Clarín. 16/06/2005. Pág. 27/28. Los secretos del día más sangriento del Siglo XX. María Seoane
[6] Revista VIVA. Testimonios del Bombardeo. Marina Artusa.
[7] El detalle de los mecanismo para ocultar o deformar la información, tanto escrita como gráfica, están detallados en Conspiración Comunicacional de Gobiernos de Facto. El miedo como Construcción Mediática. Universidad Nacional de Rosario, 2007, del autor de la presente investigación.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com