Guerra de bandas en zona sur se cobró 25 vidas en casi dos años

En una franja de veinte cuadras por diez, dos grupos enemigos reiteran esos ataques con motivos diversos, sicarios jóvenes y un alto margen de error

Por Hernán Lascano/La Capital

El jueves pasado Alan Funes y su novia Jorgelina Selerpe fueron acusados en Tribunales por delitos extremos con víctimas fatales que escalaron en forma dramática desde fines de diciembre en Rosario. En las propias historias de vida de los jóvenes imputados aparecen muy marcados los rasgos clave de la violencia epidémica que sacude hace años la zona sudeste. Cuando Alan tenía 16 años su madre, Mariela Miranda, fue asesinada a balazos en la puerta de su casa. Cuando Jorgelina tenía 15 a su tío, Domingo Selerpe, lo exterminaron de cinco tiros, delante de su mujer y su hija de 4 años.

La proximidad con esa violencia radical y descompuesta en chicos como ellos son un elemento ineludible para examinar cómo en esta franja urbana las ofensas letales se regeneran sin pausas. El Ministerio Público de la Acusación (MPA) y la Policía de Investigaciones (PDI) tienen constancia de una guerra desordenada, donde el elemento recurrente es que mueren personas sin ninguna relación con los bandos, que en menos de dos años provocó 25 víctimas fatales, todas en ataques con arma de fuego.

El espacio donde confrontan los grupos es un corredor que tiene como eje en la Avenida Grandoli desde Uriburu hasta Lamadrid y que abarca una fracción urbana de veinte cuadras por diez como máximo. No todas las muertes se produjeron en esa zona pero sí están en ella enraizados los conflictos criminales o interpersonales que generan esta impresionante afluencia de homicidios.

Dos bandos fijos

Las disputas tienen actores con lealtades flexibles, que no siempre están en el mismo lugar, pero tanto los investigadores como los vecinos identifican a dos grupos enemigos como los ejes más estables del enfrentamiento.

De un lado está la familia Funes bajo el predominio de René Ungaro, quien está en la cárcel condenado a 13 años de prisión por asesinar hace ocho años a Roberto «Pimpi» Caminos, el antiguo líder indiscutido del barrio. En la vereda de enfrente están los descendientes de Pimpi Caminos en alianza con Ariel «Tubi» Segovia, otro referente criminal de la zona, actualmente imputado por participar en tres asesinatos.

Los dos grupos producen ataques que la Fiscalía Regional de Rosario inventarió en una primera nómina. En ella están identificados los atentados con 25 muertes. La fecha que recorta un inicio en la línea de tiempo —dado que hubo muchos hechos previos— es el 11 de febrero de 2016 con el del asesinato de la madre de los Funes.

Del lado del ataque contra el eje Caminos aparecen 15 víctimas fatales. Esto no implica que éstas tengan relación con esta familia ni con los delitos porque es muy común la eliminación, por error o por desdén, de personas ajenas a las disputas. Lo mismo vale para el lado de los Funes donde aparecen diez víctimas fatales.

Las lógicas

Un problema tanto del MPA como del Ministerio de Seguridad es no tener un estudio minucioso del fenómeno criminal en Rosario y de sus actores más fijos. Las investigaciones aún se encuentran dispersas por los turnos de los fiscales más que por lógicas territoriales o subjetivas de los delitos.

No obstante empiezan a definirse —en los casos donde hay pesquisas excepcionales de mayor continuidad— algunas lógicas donde se insinúan las motivaciones, los frágiles pactos o los dominios temporales de alguna organización criminal. En el caso del conflicto de Grandoli lo que se puede ver, a partir del trabajo agrupado de escuchas telefónicas y del trazado de perfiles criminales, es precisamente una violencia trastornada, donde las economías delictivas están presentes, pero no son la explicación de estos actos desbocados.

Alan Funes es el chico de 19 años que a 20 minutos del Año Nuevo festejó disparando al aire una ametralladora con un video subido a Instagram cuando cumplía prisión domiciliaria acusado del homicidio de Eugenio Solaro. Después de que fuera declarado prófugo fue acusado de matar, hace dos semanas, a Marcela Díaz, hermana de su enemigo Tubi Segovia.

El jueves las fiscales Georgina Pairola y Gisela Paolicelli lo imputaron también por dejar cuadripléjico de un balazo a Milton R., el hijo de Marcela Díaz, de 17 años, en un ataque ocurrido el 29 de diciembre. La furia de Alan tenía impulso en el reciente ataque a tiros que le costó la vida a su hermano Ulises el 7 de diciembre. Todos incidentes registrados en menos de un mes.

Feroces e inexpertos

Puestos a elaborar un patrón para ordenar estos hechos lo primero que advierten los investigadores es la ausencia de un patrón. Las escuchas telefónicas muestran que tanto los Funes como los Caminos tienen sicarios que son muy violentos pero fungibles, meros eslabones que cambian muy rápido de lugar, en general menores de edad.

La falta de experiencia y la vehemencia de estos actores muy jóvenes se expresa en un alto grado de error con consecuencias irreparables, atentados indiscriminados en donde se equivocan las víctimas, lo que ocasiona todo el tiempo la muerte de personas completamente ajenas a las disputas.

La detención de Alan Funes produjo la semana pasada titulares espectaculares que inducen a la sorpresa. «Cae en Argentina un jefe narco de 18 años que ensangrentó Rosario», refirió El país de España. «Cayó el narco más temido de Rosario», abrió uno de los diarios de mayor circulación nacional. Esos enunciados están por completo desajustados de la realidad de jóvenes que en verdad sí producen mucho miedo en sus vecindarios pero con prácticas en absoluto parangonables a una estructura delictiva.

Las intervenciones telefónicas y las declaraciones de testigos muestran una dinámica delictiva donde están presentes tres fenómenos. Por un lado, estos grupos se destacan por la defensa territorial de sus espacios con armas de fuego. Por otro, esa defensa tiene un propósito duradero que es asegurar las usurpacionesde viviendas, acciones que sumergen a los vecinos en un estado de terror y los predisponen, en una dinámica en espiral, a defenderse violentamente. “Las usurpaciones atraviesan todas las denuncias. Tanto los Funes como los Camino como los Segovia”, indicó a este diario una fuente del MPA. Las divisiones entre víctimas y victimarios son poco útiles para la comprensión del fenómeno. A veces queda como victimario alguien que se defiende por primera vez de un hostigamiento permanente.

El tercer fenómeno sostenido es la comercialización de droga en forma permanente aunque al nivel de menudeo. “Pero si bien eso en todas las escuchas queda claro es poco interesante explicar la violencia como un reaseguro para hacer funcionar un negocio. Acá hay acciones completamente enfurecidas de chicos muy jóvenes con un grado de organización nulo, que a veces se limita a conseguir a algún chico para ir a tirar unos tiros, y donde los objetivos también van cambiando todo el tiempo”, señalaron fiscales del MPA que trabajan en los casos.

Los segundones

Estos grupos desorganizados pero en extremo cruentos usan la intimidación y el temor para ejercer control —a menudo con distintos niveles de cooperación de la policía— y se benefician de la paradoja de que la acción estatal, pese a golpearlos, no consolida una presencia en el territorio.

Esto facilita la reaparición de sucesores, o bien de esos engranajes intermedios que son mano de obra violenta. Esta es la que el sociólogo colombiano Juan Carlos Garzón Vergara llama una violencia de segundones, que ven aparecer su cuarto de hora en el mundo criminal y están dispuestos a rebelarse para imponerse en una zona, al precio que sea.

Ese rasgo de descartar los costos es otro matiz muy fuerte. La ceguera de metas se expresa en la indiferencia a que la violencia los haga visibles, algo que es medido por las organizaciones complejas. Lautaro “Lamparita” Funes, hermano de Alan, anuncia desde la cárcel de Piñero por Facebook la venganza por la muerte de su hermano Ulises. El propio Alan amenaza a Marcela Díaz antes de ser acusado de matarla y de dejar parapléjico a su hijo.

Aunque algunos aparezcan como más fantasmales, la violencia endurecida e indisimulada de los hechos es algo tan reiterado como confundir los blancos.

Errar el blanco

El 26 de noviembre de 2016 a Franco Carballo le pegaron dos tiros en los monobloques de Grandoli al 4900. Como advirtieron que se habían equivocado los sicarios volvieron para corregir el yerro a las 20 horas y mataron a Nicolás Franco Carballo, que se llamaba casi igual que la primera víctima, y era su primo, en Esmeralda al 4100. Se trata de fusilamientos lisos y llanos, en ambos casos cometidos con armas de 9 milímetros por atacantes que, según el fiscal de ambos casos dijera ese día a La Capital, “entran, matan y se van”.

“La cuestión de errar de blanco está de hecho incorporada como posibilidad y en algunas escuchas se advierten recriminaciones en tono de broma por las equivocaciones”, indicaron desde el MPA. Uno de los últimos tropiezos fue también el 1º de año cuando atacaron a un grupo de personas que cenaba en Grandoli buscando a un preso con salidas transitorias de Piñero. Terminaron matando a Sofía Barreto, de 26 años, y Luis Hernán Tourn, futbolista de igual edad.

También se verifica que en el atentado contra una persona puedan morir otras. Es el caso de la emboscada a un auto que el 11 de noviembre pasado salía de buscar a un preso de Piñero. Al acribillar el vehículo murieron el recluso al que los tiradores buscaban eliminar, Javier Gaitán, pero también otros dos que iban allí.

Nacidos y criados

Entretanto el barrio tomado por esa violencia focalizada —con escuelas donde hace un año los chicos tenían prohibido salir a los recreos para no quedar expuestos a las balaceras— sigue cautivo por idiosincrasias violentas bien conocidas, que se repiten en los ataques contra la vida y en las usurpaciones. El resultado es que los vecinos sienten desapego o lejanía hacia un sistema político y penal que no logra desactivar conflictos que, si bien no provienen de delitos complejos, tienen constatados efectos muy graves.

El día que mataron a los primos Carballo uno de los fiscales en el lugar, Florentino Malaponte, sintonizaba con casos del pasado en ese mismo entorno. “Los que cometen estos hechos no son personas contratadas de otros lados para venir a soldadear. Son los bebés nacidos acá mismo que crecieron y que no están disputando una fortuna económica”. Aludía a un arraigado problema comunitario donde la violencia no solamente es un medio para conseguir algo, sino también, una endurecida forma de ser. (Hernán Lascano/La Capital)