El coraje de una madre que hizo de todo para que sus 16 hijos tuvieran un futuro

Enviudó y se puso la familia al hombro. Cosechó, cuidó rebaños, planchó y cocinó. «Sin lujos, pero todos se criaron bien», dice orgullosa María Olga Espinoza, abuela de 70 nietos.

«Sin lujos, pero se criaron todos bien. No sé cómo hacen ahora, que tienen dos o tres hijos y se viven quejando que no les alcanza nada», dice sin terminar de resolver el interrogante María Olga Espinoza, que tuvo 16 hijos que le dieron 70 nietos, sin contar otros descendientes. Lo que sí tiene claro es cómo hizo ella. Fue cosechera, tuvo rebaño de ovejas, lavó, planchó, limpió casas en jornadas largas y terminó de cocinera cuando descubrieron que tenía una gran mano para ese menester, igual que para las plantas y flores que adornan su sencilla casa de barrio Belgrano.

Tal vez haya sido la vida de campo la que facilitó la tarea, tal como eligieron los cinco hijos de su primera pareja, que no la siguieron cuando en 1976 ella dejó la chacra inundada para afincarse en el pueblo de Esquina (Corrientes). Buscaba aliviar el duro trajín de las siegas de algodón, tabaco y la esquila en los campos que los Espinoza, su familia materna, fueron perdiendo en su Corrientes natal.

«¡No sé que cosas no hice!» afirma Olga con ganas. Es justamente esa risa vital la que evoca en ella al personaje que recreó en su canción Teresa Parodi. Ella se parece a esa Clementina, la que soñaba y podía, la que nunca sacó a Corrientes de su corazón.

Olga llegó a Rosario en 1992 con algunas ropas, platos y ollas, lo que entrara en una mudanza hecha en un micro. Acá ya estaban algunos de los 11 hijos que tuvo con su segunda pareja, un rudo pescador y baquiano que murió cuando todavía criaban niños en una casita cerca del río.

«Vengan que de alguna manera nos vamos a arreglar», le dijo uno de los yernos que trabajaban en las quintas de la periferia rosarina. Fueron tres meses bravos. De levantarse a las cinco, pedir prestada La Capital en el Mercado de Productores para buscar empleo y salir a plantarle cara a una ciudad desconocida. Traía buenas referencias y en agosto ya estaba ubicada. El hallazgo no fue poco, allí estuvo 22 años. Ahora está jubilada pero sigue acudiendo cuando la llaman para alguna tarea, sobre todo por sus habilidades como cocinera. Sentada a la mesa de su cocina, sonríe y recuerda.

Trabajo de mujer. «Se criaron todos bien, gracias a Dios, fueron a la escuela, una de mis hijas es profesora, es la única que tiene título, vamos a decir», dice Olga en la cocina de su casa de calle Nicaragua, casi a espaldas de la Circunvalación. Ella ocupa el terreno de atrás, en el de adelante uno de sus hijos levantó su casa. «Muchas cosas que tengo acá me las dieron o las compré», cuenta y recuerda cuando en ese predio la ayudaron a levantar una casilla de madera de tres por cinco a la que cuando pudo le fue agregando unos «pedacitos para cocinar o un baño». Así arrancó, cuando la calle era de tierra y la vida cotidiana brava.

Desde ese momento a su casa de material, hubo tiempo y esfuerzo y una familia tan numerosa como las que tenían sus tías maternas con 13, 14 o 15 hijos. Ella forma parte de los nueve hermanos Espinoza que comandó su madre con un rebaño de ovejas y el trabajo en una chacra de las que los corrió el agua. Quizás por eso se fue a Esquina, donde comenzó lavando ropa para afuera «a mano o con lavarropas común, recorriendo casas», en jornadas que terminaban a las siete de la tarde y que «en plata no rendía nada».

Por eso decidió venir a Rosario, porque sus parientes le habían dicho algo vital para ella, que sólo contaba con sus manos para llevar adelante su familia numerosa: «Acá se vive con el trabajo de la mujer». Fue la llave. Cargó unos platos y una olla y se vino. «No teníamos nada, me fueron dando todo».

Hoy, a los 72 años, Olga siente que la decisión fue correcta. Puso de pie a una familia numerosa que «terminaron la escuela y que hoy está bien encaminados, cada uno tiene sus cosas». En su opinión, la vida le dio de todo, «golpes y satisfacciones, cal y arena, como llegar sin nada y poder criar a los hijos más chicos sin padre».

«Hoy tengo hijos que son hermosos hombres y mujeres, la mayor tiene 56 años y vive en Rafaela. Los otros están en San Jorge, González Catán, Misiones y acá. «Una señora española que cuidaba, muy buena persona, me daba consejos y siempre me decía que no tuviera preferencia con mis hijos. Si no puede hacerle regalos a todos, no los haga a ninguno», me decía.

Claro que la advertencia de la española estaba casi de más para Olga, cuando sus hijos adornaban ramas de pino con figuras hechas con papel de cigarrillos y ni se les ocurría esperar regalos para la Navidad, que sin embargo era una fecha que celebraban. «No se podía otra cosa», cuenta y dice que a pesar del camino duro, siempre encontró gente buena, como postas que empujaban un nuevo tramo de su lucha.

Desde la mesa de la cocina la casa parece pequeña cuando Olga reflexiona. El famoso nido vacío sobrevuela la charla. Hubo momentos con once platos que al terminar de servir, ya habían terminado. «Nunca me podía sentar a la mesa», festeja entre risas. Con tantos comensales, también hubo otros momentos en que ella elegía no sentarse para que la comida alcanzara. «Siempre les digo a mis hijos, nadie sabe lo que una madre sufre por ellos», afirma.

Hoy sólo uno de sus hijos vive con ella. «Mientras trabajé no sentí la soledad, pero ahora me siento más sola», dice y explica que dejó el empleo porque la calle ya es un peligro. «Uno está grande, por ahí te pasa algo y después sos un peso para los demás». ¿Siente que le reconocen la tarea? «Y no sé», dice sonriendo, y vuelve a dejar sin respuesta otro interrogante. Claro que las preguntas tienen que ver con la vida, nada más y nada menos.

(La Capital)