A un año de la muerte de Leo Mattioli

Hace un año la muerte del más grande de la cumbia romántica Leo Mattioli sacudía la mañana de un domingo. Todas las radios y las pantallas televisivas anunciaban lo que muchos no querían escuchar o ver pero que inevitablemente era previsible.

El cantante de 38 años, fue hallado muerto un 8 de agosto por la madrugada en el hotel Gala, de Necochea, luego de una actuación en un teatro de esa ciudad.

Y sí… iba a pasar. Su trajín, su poca fuerza de voluntad ante lo que le hacía mal y las ganas de seguir cantando llevaron a Leo a un final que nadie quería, pero que era anunciado.

El ídolo santafesino a los 20 años se incorporó al grupo Trinidad. Con varios kilos menos y una melena con claritos rubios enloqueció a las seguidoras. Tenía un look fanfarrón, sin escrúpulos y una voz dulce susurrada al micrófono, un combo mortal que enloquecía mal o bien a cualquiera. Grabó seis discos, uno mejor que el otro, indicando cuál era el camino a seguir dentro de la cumbia romántica, un género que cada vez tomaba más fuerza y que sin dudas lo tenía como el gran pionero.

En 1999 decidió seguir su carrera solo ya que espalda no le faltaba. Su disco Un Homenaje al Cielo lideró las ventas en la ciudad por mucho tiempo y le abrió nuevas puertas en Buenos Aires y el exterior.
Más tarde en 2000 un accidente automovilístico puso en riesgo la vida del León. Tuvo que parar su carrera pero tras una excelente recuperación llegó a llenar en varios ocasiones el teatro Gran Rex en Buenos Aires. El éxito era total y entre estrofa y estrofa ya dejaba una marca imborrable: su latiguillo ¡Ay Amor!

Un tipo sencillo y generoso
Leo era un buen tipo. Se notaba no al conversar, sino al ver la gente que lo rodeaba. Todos estaban pendientes de él y él estaba pendiente de todos, incluso del entrevistador, en este caso. En una nota que dio a Diario UNO tras la primera de las cuatro internaciones por su insuficiencia respiratoria, abrió las puertas de su casa en un ensayo que realizó al aire libre en el patio de la vivienda. Fue como entrar al hogar de un vecino. Era una vivienda sin grandes lujos a pesar de esa muralla imponente con los dos leones que hay a la entrada.

Tenía comodidades y excentricidades: por ejemplo una fonola con música de todo tipo, pero nada fuera de lo normal.

Llamaba mucho la atención la cantidad de gente que había pululando por toda la casa. Sus hijos, amigos, músicos y sus dos ángeles que siempre lo cuidaban su madre y su esposa Marina, charlaban a los gritos y reían durante las preguntas. El ambiente era alegre y nunca faltaba una guitarra que ponía acordes a las cortas visitas del dueño de casa.

Los recitales, un delirio
Los shows del León eran también fuera de lo común. No es fácil explicar todo lo que pasaba detrás de escena, eran muchas cosas. Su alma gitana, ese costadito que sacó del gran Sandro, estaba presente a la hora del show. Una comitiva de no menos de 20 personas acompañaban al hombre de sobretodo negro en invierno y camisa desprendida en verano. Llegaba en zapatillas con sus zapatos en la mano, aquellos que se pondría sólo si tenía ganas si no, saldría a escena con sus Nike impecables. Su comodidad era fundamental… lo demás era puro cuento.

Leo estaba al tanto de todo. Su organización iba desde los temas a cantar hasta el liberar entradas para los fans que no tenían dinero para pagar un tiquet. Llegaba a su camarín, daba todas las notas pedidas por los medios sin tener preferencias por su importancia. Después de eso el café con leche y los sandwichitos eran un clásico antes de saltar a escena. Lo que seguía era todo brillo, sonidos y el delirio de la gente.

Se apagaban las luces y el acordeón de su hijo Nicolás acompañaba la voz del locutor Jorge Garay quien anunciaba la llegada del romántico. Fue pionero en poner la participación de un locutor antes de los temas, algo que luego incorporaron casi todas las agrupaciones para que no caiga el ritmo de los recitales.

Todo era gritos y aplausos en ese momento. Las primeras filas siempre estaban llenas de chicas “producidas” para la ocasión que con miradas cómplices buscaban el guiño del León. Me animaría a decir que con más de una de estas bellas damas de distintas primaveras acumuladas ya se conocían de otra vida. Las mujeres morían por un seductor nato. De saco y corbata con lentes intelectuales en algunos casos, con pañuelos gitanos en otros y sus característicos medallones, aros y cadenas de oro hacían del felino romántico un galán irresistible.

Sus canciones hablaban del amor en todas sus formas. Iban desde aquellos que se recuerdan con alegría, pasando por los que duelen hasta llegar a los que nunca fueron. En sus letras se decía lo que otros no se animaban. Infidelidades, engaños, amores familiares y en edades prohibidas le daban un toque especial a cada letra e identificaba a más de uno.

Una vida, dos caminos
Por un lado tuvo una vida agitada con decenas de shows por noches, viajes, placeres, y mucho estrés. Por otro, el peor enemigo de las ansiedades, el cigarrillo. Leo fumaba mucho y llegó a encender cinco atados por día. Era una característica del León antes de comenzar una nota acomodar sus dos atados de Marlboro y el encendedor al alcance de su mano. Cada respuesta tenía como prólogo una extensa pitada para luego comenzar a hablar. En esos minutos que duraba una entrevista, varios cigarrillos eran cómplices y los atados de 20 siempre jugaban en su mano. (Uno)