La revuelta de Valle como preaviso al movimiento obrero

El objetivo de la Revolución Libertadora de desmantelar el aparato político montado por el peronismo se extendió a las fuerzas del trabajo.

El general Pedro Eugenio Aramburu –la Bestia- como se lo conocía entre sus pares, a 48 horas de ascender a la cúspide del poder, se enfrentó a la cúpula de la dirigencia gremial peronista que conducía los destinos de Confederación General del Trabajo, la que había dispuesto una huelga general.

Aramburu, como era previsible, declaró ilegal al paro y solicitó la intervención del organismo sindical nacional, asumiendo el capitán de navío Alberto Patrón, quien a partir de ese momento tuvo el poder de designar intervenciones militares en los sindicatos afiliados.

La Policía Federal también fue confiada a un alto oficial de la Armada, al tiempo que comenzó a notarse el crecimiento de una oposición proveniente de otras fuerzas, las que llegaron a hacer circular documentación apócrifa –el Plan Cangallo de octubre de 1956-cuyo contenido concernía a maniobras de la Marina para conservar la hegemonía.

Se buscaba desde la política gubernamental alentar el nacimiento de una conducción gremial antiperonista, mientras se trabajaba soterradamente para mermar el poder político del movimiento laboral.

Ello permitió el reingreso a los sindicatos de dirigentes socialistas e independientes que habían sido retirados de sus cargos por el régimen de Perón, para que hicieran las veces de asesores de los interventores que se hallaban como Adán en el Paraíso.

En mayo de 1956 la Revolución Libertadora dispuso la suspensión del Estatuto Sindical que se hallaba vigente y lo reemplazó por un nuevo Decreto-Ley que además de prohibir a los gremios intervenir en actividades políticas también autorizaba la generación de sindicatos “pluralistas” en lo ideológico en cualquier industria. Se trata del Decreto-Ley 9270, del 23 de mayo de 1956.

La Libertadora intervino la CGT, asaltó locales, encarceló dirigentes y disolvió los cuerpos de delegados. Nacía una etapa oscura y heroica que aún no fue definitivamente convertida en crónica: La Resistencia Peronista.

El punto de partida fue la fábrica y su ámbito la totalidad del territorio argentino; sus armas la huelga y el sabotaje. Las 150 mil jornadas laborales pedidas en la Capital, en 1955 fueron, al año siguiente 5.200.000: La huelga metalúrgica del 56 fue una de las expresiones de mayor dureza de esa lucha y con ella se inicia “la era del caño”, de los millares de artefactos explosivos de fabricación “casera” que inquietaron el sueño de militares y empresarios.

Domingo Blajaquis fue uno de los hombres que dedicaron su existencia a eso y como él hubo cientos de convencidos de que a la lucha del opresor había que oponer la violencia del oprimido.

Era un combate condenado por falta de organización y de conducción revolucionaria, pero, es justo decirlo, alteró el curso de los acontecimientos. Permitió derrotar las fantasías del ala más dura de la Revolución Libertadora y facilitó el triunfo del sector conciliador.

“Aramburu encarceló a millares de trabajadores, reprimió cada huelga, arrasó la organización sindical. La tortura se masificó y se extendió a todo el país”, señaló Rodolfo Walsh en declaraciones reproducidas oportunamente por el periodista Miguel Bonasso, en uno de sus artículos.

Fue también Walsh quien afirmó sin concesiones que el gobierno de Aramburu “modela la segunda década infame. Aparecen los Alsogaray, los Krieger, los Verrier que van a anudar prolijamente los lazos de la dependencia desalentados durante el gobierno de Perón”.

La resultante de la devaluación del peso, la desnacionalización de los depósitos bancarios y la eliminación de los controles cuantitativos sobre el comercio, aconsejados al gobierno provisional por las Naciones unidas a través de Raúl Prebish provocó un persistente drenaje de divisas. Los precios internos aumentaron por sobre los niveles previstos y ello derivó en una redistribución de ingresos, el que se desplazó desde los asalariados hacia otros sectores de la economía. Fue un proceso que hizo decrecer la popularidad del gobierno ante la clase trabajadora.

El sector opuesto a Lonardi, conformado por católicos nacionalistas esperaba reorganizar la vida política en base a un peronismo sin Perón, desatando un plan de ocupación de lugares de trabajo y producción en dos etapas: La primera consistía en difundir y organizar el plan entre los sindicatos y la segunda concretando la lucha directa y la ocupación a cargo de los trabajadores.

Los actos de sabotaje se incrementaron cuando el gobierno anunció la modificación –decreto mediante- de disposiciones de la Ley 14.117, sancionada por el gobierno peronista en 1951, a propósito de la rebelión del general Benjamín Menéndez, esto es la aplicación de la pena de muerte como castigo por actos de sedición. Fue precisamente la ocasión para aplicar la pena mortal con motivo de la rebelión militar encabezada por los generales Valle y Tanco. [1]

[1] Ricardo Marconi. Conspiración Comunicacional de Gobiernos de Facto. El miedo como Construcción Mediática. Rosario.UNR. Editora. 2007. Pág 71.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com