Hacia el paredón

“Para poder recuperar la época que se quiere describir

históricamente, sería menester recrear una enorme cantidad

de cosas que sostenían esa época, esto es creencias,

prejuicios, pasiones y emociones”

Ortega y Gasset

El general Juan José Valle toda esa mañana caminó pausadamente, con los brazos a la espalda, recordando sus imberbes catorce años, cuando ingresaba al Colegio Militar, mientras miraba hacia todos lados, buscando al enemigo por la ciudad gris.

Soñaba despierto con los tiempos en que había comenzado a pensar en la rebelión, acompañado de sus camaradas de armas, de gremialistas y del pueblo.

Cuando estimó que todo estaba tranquilo, cruzó sigilosamente el puente y enfiló hacia el centro de la ciudad. Sólo lo acompañaba su alma rumiando el descalabro y pensando qué camuflaje utilizar.

Las noches de vigilia, los sinsabores y el cansancio le desfiguraban el rostro y le daban un aspecto de pálida serenidad. Salió a ser embestido por una ola incontenible de un pueblo que pretendía sacarse de encima el horror vivido y en lo más hondo de su ser sentía que no había dirigido bien a los suyos.

Lo arrastraron hacia la violencia sin fin. Y aunque él sabía que le sobraba ímpetu, entendía también que se había dejado usar.

Caminaba, se detenía, admitía su falta de conocimiento suficiente de los hombres. ¿Cuántos le prometieron su apoyo?. ¿Cuántos le fallaron?.

A cada paso advertía como Aramburu le permitió avanzar para que prosiguiera hasta el fin. Así lograba marcar a sus enemigos para darles un escarmiento ejemplar. Había sido “infiltrado” por el enemigo y no quiso darse cuenta.

Obnubilado, Valle se dirigió hacia el Barrio Norte, al foco de mayor peligro. Fantaseaba despierto con reunir sus fuerzas casi intactas, las que apenas habían entrado en acción. Debía, una vez expurgadas de espías, lanzarlas nuevamente a la lucha. No tenía aún idea de las matanzas que en esos mismos instantes se llevaban a cabo.

Aviones Gloster Meteor bombardeaban sin compasión el Regimiento 7º de Infantería de La Plata. Diluviaban disparos sobre la estación de radio de Santa Rosa en La Pampa y familias completas que habitaban las manzanas circundantes soportaban el fuego apretados, unos contra otros, bajos las camas, protegidos sólo por los colchones y por los rezos de la Virgen. Había juicios y ajusticiamientos impiadosos por doquier.

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El general de la Nación sentía el corazón acelerado, pronto a explotar en mil pedazos, atenazado por una angustia de infinitas proporciones que le restaba claridad a sus ideas.

Las horas transcurrían inexorables, sobrecogedoras y pensaba en la necesidad de su muerte, ya que, de lo contrario, “jamás podría mirar con honor a la cara de las madres y esposas de los asesinados”.

Se acercó a la casa de su amigo. Se movilizaba abatido, apesadumbrado, tratando de dominar un torbellino de ideas. Una vez más miró en derredor, temeroso. Pulsó el timbre y esperó mientras soportaba el frío restregándose las manos heladas.

Tras ser recibido con alegría, le comentó a su interlocutor que no venía a esconderse, sino que su objetivo era prepararse tranquilamente para recibir a la muerte, a la que imaginaba como una mujer oscura, tenebrosa, de ojos penetrantes y siempre dispuesta a solazarse con la angustia de sus víctimas.

Bebió una taza de café y se serenó a tal punto que cuando llegaron los militares para allanar imprevistamente el departamento, minutos después de su llegada al lugar, los soldados no imaginaron que tenían a la mano y vestido de civil al más perseguido jefe de la Revolución.

Luego de que se marcharan los esbirros que lo buscaban, decidió abandonar su refugio. Ya de nuevo en la calle, en soledad, optó por entregarse como un hombre de honor.

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Tras unas horas, repuesto moralmente, en un nuevo lugar de descanso -donde pasó la tarde del domingo y el día siguiente-, llevó su pésame a la esposa de un coronel, su entrañable amigo, fusilado en la madrugada.

Ahora sí. Ya estaba en paz con su espíritu y dispuesto a rendirse a sus enemigos en la madrugada que se le venía encima.

Un amigo concibió la idea de salvarle la vida, presentándose al jefe de la Casa Militar, capitán de navío Francisco Manrique. Deseaba interceder por él.

Valle, en su fuero íntimo sabía que todo era inútil, infecundo. Manrique, de inmediato, junto al amigo de Valle, concurrió a la casa de Isaac Rojas y le comunicó que el general se entregaba.

Desde el mismo domicilio del contralmirante, el coadjutor le informó a Valle los dichos de Isaac Rojas: “Bajo mi responsabilidad que se rinda. Su vida no corre peligro alguno”.

Todavía clandestino, Valle dialogó con Manrique, quien una vez más le garantizó la vida si se presentaba detenido. El resistente Valle, sabedor de promesas vanas, igualmente se rindió a las 4 de la madrugada, a la luz de las estrellas, mientras un viento helado le cortaba la cara camino al cuartel.

Fue juzgado de manera sumaria, tras ser trasladado al Regimiento 1º de Palermo. Luego -como premonitoriamente a Valle se lo anunció su corazón-, lo alcanzó la condena a muerte.

“Papá es uno de los pocos militares no nazis”, imploró a los ejecutores la hija de Valle, de sólo 17 años. Les gritaba en el rostro:”Estudió en La Sorbona. Vio de cerca el fascismo en Italia. Ustedes no deben matarlo.”

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Sin embargo los corrillos militares fueron unánimes: el primero en firmar la sentencia resultó ser Rojas.

Minutos después del mediodía, cuando el sol acababa de traspasar el cenit, Valle esposado, fue trasladado a la cárcel de Las Heras, donde hizo gala de entereza y escribió cinco cartas, una de las cuales tenía como destinatario a “La Bestia” Aramburu.

A las 21.15 del 12 de junio del 56, Susana, la hija del ajusticiado ingresó al mugroso patio gris de la prisión. Los minutos se le hicieron interminables hasta que trajeron a su padre, rodeado de marinos que caminaban junto a él, apuntándole con ametralladoras. Sólo había veinte minutos autorizados para el encuentro.

Antes de morir, Valle habló largamente con su hija. Él sentado en una silla y ella sobre sus rodillas. En el cuarto lindante un militar tenía preparados dos chalecos de fuerza por si sufrían un choque emocional.

Concluido el encuentro, el militar que en minutos moriría se retiró de su mano izquierda un anillo que entregó a su hija con las cartas. La besó tiernamente en la mejilla, recibió los santos sacramentos y la despidió con un abrazo infinito. Incluso consoló a monseñor Devoto, Obispo de Goya, quien no soportó la situación y comenzó a lagrimear, mientras tomaba con sus manos las del militar.

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Las escenas de dolor se multiplicaron y los guardias, muy angustiados, tomaron por sus brazos a Valle y lo trasladaron al paredón manchado difusamente, donde habitualmente los presos jugaban pelota a paleta.

Allí, de cara a sus angustiados asesinos, los perdonó y rogó a Dios para que su sangre sirviera para unir a los argentinos.

Los verdugos mordieron sus labios sintiendo la vergüenza de asesinar a un valiente. Con el último tañido de un campanario imaginario, a las 23, las balas rasgaron las ropas del general y penetraron su cuerpo. Valle se desmoronó en un charco de sangre y sus rodillas, vencidas, impactaron en el patio del penal. Su cabeza corrió igual suerte… pero él ya no lo advertía… la muerte lo había recibido en su seno.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com