A Capote siempre le gustaron los antifaces

De regreso de una paradisíaca  excursión a las playas con aguas turquesas de  La Romana, al sur de República Dominicana,  mientras disfrutábamos de música caribeña, puesta por el conductor  a mediano volumen, en el interior de un bamboleante y asfixiante  colectivo, uno de los turistas recordó en el medio de una charla sobre bailes de gala,  haber leído que en el siglo XVIII se dio en Venecia un baile de máscaras que duro dos años íntegros.

Inmediatamente pensé que, sin embargo, por lujosa que haya sido esa fiesta, difícilmente podría superar en mucho el brillo y el glamour de las seis horas de baile organizadas a conciencia  por el escritor Truman Capote en el hotel Plaza, de Kansas, Estados Unidos.
Reviví en aquél colectivo interurbano  multicolor,  mientras regresábamos al hotel de Punta Cana,  los recuerdos de una extensa charla que mantuve con un tío que tuvo la dicha de participar de la grandiosa fiesta, a fines de la década del 60, y que con lujo de detalles me relató  en Rosario, antes de regresar a su hogar en Estados Unidos.

“El mismísimo Truman –comenzó a contarme- observaba a sus invitados bailar mientras la orquesta de Peter Duchin tocaba el tema de despedida a las cuatro de la madrugada. Seguramente ningún otro periodista hubiera reunido a todas las personas que asistieron, ya que nadie más las conocía a todas”.

“Hay quienes están  poco menos que a punto de suicidarse porque no recibieron la invitación”, le dijo Capote a mi familiar en el oído mientras esperaba  a los restantes invitados entre los que se hallaban, nada más ni nada menos, que el historiador de arte pop Henry Gelzahler, Frank Sinatra y Alice Roosevelt Longworth, hija del ex presidente Theodore Roosevelt, a quienes se agregaron minutos después  el pintor de arte pop Andy  Warhol, Henry Ford y Douglas Fairbanks, entre otros, con sus máscaras obligatorias puestas.

Mi pariente me recordó en esa animada conversación, acompañada de tragos largos que “las máscaras constituyeron  un tema fascinante para Capote. En su libro Desayuno en Tiffany, Holly Golightly y sus amigas roban caretas en una tienda y, en vísperas de asistir a una de las presentaciones de la obra teatral “A sangre fría”, realizada en base a su obra literaria  maestra, Capote se probó varias de las máscaras que encontró allí”.

Comprendo la debilidad de Truman por las caretas, ya que él mismo fue un hombre de muchas caras. De lo contrario no hubiera podido penetrar en cárceles, embajadas y en los “sacrosantos” mundos de los artistas, donde el chisme, la alcahuetería y  la entrega de datos llenos de malignidad son el pan de cada día.

Esa noche de baile de gala, la  totalidad de  los quinientos invitados debían cumplir con la premisa de vestir de blanco y negro y tendrían que ir enmascarados. Así Capote  devolvía la atención a la editora Catherine Graham, vecina suya en el barrio cercano al edificio  de las Naciones Unidas. Ella fue la invitada de honor esa noche en la que los solteros, viudos y divorciados no podían llevar sus parejas: Capote sería el encargado de proporcionárselas.

La tarjeta amarilla y anaranjada que recibió mi interlocutor –un empleado de Vía y Obras del ferrocarril que terminó como ingeniero de pruebas en la NASA- recomendaba a los hombres mascarillas negras y a las damas blancas y abanico.

Mi familiar se enteró que algunos invitados como el periodista conservador William Buckley y Linda Bird, la hija del presidente Johnson  se hicieron hacer sus máscaras aplicando su gusto personal y los invitados que tuvieron problemas para usar caretas por llevar lentes, resolvieron el  problema con caretas envolventes que les cubrían los anteojos.

Mi tío, en esa charla tan particular, me contó a media voz, como si todavía fuera necesario conservar el secreto que “debido a que algunas amenazas de suicidio por no ser invitados comenzaron a preocuparlo, Truman optó por ampliar la invitación a otras ochenta personas”.

El día previsto de la fiesta los salones de belleza de la ciudad no dieron abasto y eso se notó en la gala donde se podían ver los peinados más raros y los taxistas y remises  hicieron la noche. En un taxi, llegó la princesa Luciana Pignatelli y su detective particular, mientras que  algunos vecinos distinguidos de la ciudad de Garden City, tuvieron que ir caminando al hotel. Un “incerdio” diría Gardel.

“Patrick O`Higgins, ex colaborador de Helena Rubinstein vino con una careta prestada”, le chismoseó al paso Capote a mi familiar, quien miraba mientras tanto a otra de las invitadas: Charlotte Niarchos, esposa de un famoso naviero.

También hubo, vale apuntarlo, comentarios maliciosos sobre la fiesta. Mi familiar, -por parte de madre- me comentó que algunos se quejaban porque “había demasiados intelectuales” y  decidieron no ir Bobby y Ethel Kennedy. Jackie Kennedy  también se disculpó diciendo que tampoco podía “por obligaciones anteriormente contraídas”, mientras que el periodista Bill Shawn se limitó a decir públicamente que “no iría nunca a ese tipo de fiestas”.

Sobre el final se llegó a la reunión Norman Mailer, aunque lo hizo con gesto sombrío y belicoso, mientras que una de las princesas – a la que mi pariente no supo identificar- “estaba sublime”.

Para el final de los recuerdos, “quiero decir que al pináculo del éxito de la fiesta accedieron Frank y Mia Sinatra, cuya legada provocó un ataque de locura entre los fotógrafos, todos alineados en la escalera de ingreso al hotel, concluyó mi allegado.

En el final, los agradecidos por ser invitados-participantes y los que negaron su asistencia, terminaron formando parte del ecléctico mundo de Truman Capote.

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Ricardo Marconi

Licenciado en Periodismo. Posgrado en Comunicación Política. rimar9900@hotmail.com