La independencia como construcción

Ya nos estamos acostumbrando a rellenar los conceptos vaciados durante tantos años. Libertad, democracia, derecho eran, en plena dictadura, formas sin contenido. En todo caso, deseos por parte de los que padecían su ausencia. Desde hace casi dos siglos, nuestro país es independiente. Al menos en los papeles, porque durante gran parte de ese lapso y gracias al accionar de actores entreguistas no sólo dependíamos de las potencias dominantes sino que éramos casi una colonia encubierta. Las decisiones se tomaban afuera y los beneficiados eran unos pocos. Algunos intentos de romper con esa lógica terminaron en fracaso o en épica. Muchas veces en drama. En los noventa, el cinismo disfrazó la dependencia con la pertenencia. El Primer Mundo –del que formábamos parte, según nos decían- nos pasó por encima y terminamos como juguetes en desuso en un sótano poblado de humedad. Entonces advertimos que no sólo éramos dependientes, sino descartables. Desde ese cero del que partimos a comienzos de este siglo estamos avanzando en la construcción de algo distinto. Y debe ser bueno eso que estamos construyendo, un poco por los resultados, pero más por los enojados perpetuos. Cuando se avanza en un modelo de equidad, los que se incomodan son unos pocos. De lo contrario, son las mayorías los que manifiestan su disconformidad.

El término independencia no significa todo lo que sugiere. En el contexto de aquel 9 de julio era el último paso de un sueño comenzado en 1810, pero, a la vez, el primero de algo enorme. Y difícil, porque mientras unos deseaban la autonomía de toda potencia extranjera, otros querían permanecer ligados a un centro. Aunque parezca mentira, muchos desean aún esto último. Pero no a una nación extranjera, sino a un sistema destructivo que no tiene patria ni bandera, sino simple avidez. De eso nos venimos librando desde hacer unos años, con considerable éxito, a pesar de las voces que sugieren –con total impunidad- recomponer tan siniestras ataduras.

Como muchos analistas económicos, que están alarmados por las restricciones a las operaciones en dólares. Desde el 31 de octubre último, el equipo económico del Gobierno Nacional  ha tomado diferentes medidas para restringir la compra compulsiva de dólares para evitar un drenaje que puede resultar preocupante. Frente a la crisis global que parece no tener fin, resulta imprescindible cuidar las reservas y utilizar la moneda verde para lo que debe ser usada: no para rellenar colchones o decorar cajas de seguridad sino para afrontar operaciones internacionales por parte de las autoridades. Pero en las últimas semanas, La Presidenta sugirió, en sintonía con una propuesta del periodista Víctor Hugo Morales, la transformación de los depósitos bancarios en moneda extranjera. En parte por temor a una pesificación compulsiva y muy poco como símbolo patriótico, en ocho meses los depósitos bajaron de 14833 a 9001 millones de dólares, casi un 40 por ciento. En junio último hubo una caída cercana a los 500 millones.

Aunque todavía no se sabe cuál será el impacto que tendrá en los ahorristas –en muchos casos, acumuladores patológicos– la decisión de oficializar la prohibición para comprar dólares destinados a la adquisición de propiedades o el mero atesoramiento, la defensa de la moneda debe formar parte de la construcción independentista. La compra compulsiva de dólares por parte del 10 por ciento de la población no es un derecho, sino una anomalía muy dañina. Una distorsión que en otros países casi no existe. Algunos argentinos piensan hasta el precio del papel higiénico en moneda norteamericana y la sienten tan entrañable como el dulce de leche o las tortas de la abuela. Por eso, algunos caceroleros urbanos y propaladores de estiércol mediáticos salieron en defensa del derecho a la acumulación verdosa, como si se atentara contra la libertad de esos nobles ciudadanos.

También pusieron el grito en el cielo por la obligatoriedad hacia los bancos de otorgar créditos a la inversión a tres años y con una tasa máxima de 15 por ciento. “No les van a quedar ganancias -claman los desfachatados- entre lo que cobran con los préstamos y lo que otorgan por los depósitos”. Claro, se olvidan de decir que sólo están obligados a dar créditos sobre un cinco por ciento de los depósitos. Sobre una porción mínima es que van a ganar menos. Con el 95 por ciento de los depósitos podrán hacer lo que quieran, por ahora. Lo que molesta a muchos operadores del establishment es que sea el poder político el que maneje la economía. Para muchos dependentistas la economía se maneja sola sin intervención del Estado. Pero ya todos sabemos que cuando la economía –y más aún la nociva financiera- actúa a voluntad, todos padecemos las consecuencias. Todos no. Sólo unos pocos se benefician.

Desde la asunción de su segundo período, CFK apela a una política de seducción con los actores más poderosos de la economía. Pero cuando la seducción no alcanza, hay que apelar a la invitación. “Para sostener la inversión no solo necesitamos que esté presente la banca pública –afirmó por estos días- Por eso, le vamos a pedir a un grupo de bancos que, en un año, hagan lo que en cuatro años y medio hizo el Banco Nación por los trabajadores y por los empresarios argentinos”. Aunque es una invitación que disfraza una obligatoriedad. Ahora bien, ni Cristina ni Mercedes Marcó del Pont han dicho qué pasará si los bancos privados más importantes del país no responden como debieran, si no salen a ofrecer créditos a los empresarios que los necesiten. Una rebeldía de los poderosos requiere medidas poderosas. Deberá pesar en la memoria la intervención de YPF y la expropiación de las acciones de Repsol. Tanto para los bancos como para los monopolios mediáticos, que tienen hasta el 7 de diciembre para desarmar su ilegal hegemonía. Construir independencia es sancionar a aquellos sectores que no responden a las normas.

Como lo es también castigar a quienes pergeñaron el plan sistemático de robo de bebés durante la última dictadura. La recuperación de un nieto es la reafirmación de lo que los asesinos querían aniquilar: un país independiente para todos. Sus apropiadores quisieron re-educarlos para romper con la cuna subversiva, pero cuando los jóvenes reconstruyen su verdadera identidad, se recuperan los ideales paternos y la rebeldía es mayor que la que pretendieron extirpar. Estas historias que tanto conmueven, que emocionan por el amor en que se inspiran, hacen más independiente a nuestro querido país.

Porque la independencia se construye, no se declama. Algunos pueden decir que la independencia no es un absoluto. Y tal vez sea así. Con notoria mal intención, afirman que nuestra economía depende de otros gigantes; que cambiamos Inglaterra y EEUU por Brasil y China. Una diferencia que tal vez zanje esta cuestión: los dos últimos no nos quieren convertir en colonia, no pretenden condicionar nuestra economía doméstica. Y el límite entre acuerdos comerciales o condicionamientos coloniales debemos ponerlo nosotros. Tal vez esta sea la clave: la independencia no se concede, sino que se construye día a día, junto al otro, como un sueño colectivo, como un gran rompecabezas que deja afuera las piezas que no sirven y defiende con convicción lo que se ha construido, sean quienes sean los que intenten patear el tablero.

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Gustavo Rosa

Periodista, Licenciado en Letras. Docente de enseñanza media y terciaria. Autor del blog: http://www.apuntesdiscontinuos.blogspot.com/